Cuando la cocina avisa a gritos y no la escuchamos

Cuando la cocina avisa a gritos y no la escuchamos.

Dicen que el fuego no tiene amigos. Que avisa, pero no espera. Y que lo que empieza con un chisporroteo inofensivo puede acabar con tres camiones de bomberos rugiendo a la puerta. Pues bien, eso —exactamente eso— ocurrió en la mañana de este martes en el portal 5 del edificio San Luis, en Ceuta. Una sartén, de esas que todos creemos tener bajo control, decidió rebelarse. Y lo hizo con su manera particular: llenando de humo una vivienda hasta reventar el umbral del susto colectivo.

Porque claro, a uno se le olvida la sartén al fuego, y cree que lo único que va a pasar es que se queme la cena. Pero no. A veces lo que se quema no es solo el contenido: se recalienta la campana extractora, empieza a chispear algo dentro del aparato, y lo que sigue es una nube espesa, olorosa a plástico derretido, que pone de pie a media comunidad vecinal. Y eso, queridos, fue exactamente lo que pasó.

La sartén solitaria y la humareda delator

Sexta planta, edificio San Luis. Una sartén al fuego, nadie en la cocina. Y la campana, esa fiel compañera que todo lo aspira, dijo basta. Se sobrecalentó. Reventó su paciencia y su utilidad. Y el resultado fue el siguiente: una humareda densa, intensa, con ese olor que no se olvida, con ese color que no se confunde. El tipo de humo que no deja lugar a dudas. Humo de cocina que se convierte en alarma ciudadana.

Y ahí es donde entra el desfile: tres camiones del SEIS, dos pick-up, dos patrullas de la Policía Local. Corte de tráfico incluido, como si Ceuta se preparara para una visita de Estado. Todo por una campana que, de haber contado con un buen sistema de extinción de incendios en campanas extractoras, se habría quedado en anécdota, y no en noticia.

Lo que se pudo evitar con una chispa de sensatez

En serio, ¿tanto cuesta anticiparse? Porque la tecnología existe. Está al alcance. Y se llama, con todas sus letras: sistema de extinción campanas de cocina. Un mecanismo que no pregunta ni vacila, que no se entretiene mirando la televisión ni se distrae con el móvil. Detecta calor, detecta llama, y actúa. Y lo hace de inmediato. Rociando, cortando, eliminando el peligro. Evitando que haya que evacuar media calle.

Pero claro, seguimos confiando en que “a mí no me va a pasar”. Hasta que pasa. Hasta que el humo nos hace salir en bata al rellano. Hasta que el vecino llama al 112. Y hasta que los bomberos tienen que subir seis plantas, con mascarillas y mangueras, por una sartén olvidada. Así de simple. Así de evitable.

La campana que se volvió enemiga

Porque no nos engañemos: la campana extractora no es infalible. Está diseñada para aspirar vapor, no para resistir infernales temperaturas sostenidas. No es un bombero, ni un vigilante. Es una herramienta útil, pero limitada. Y cuando el calor aprieta y nadie la auxilia, responde como puede. A veces, su respuesta es emitir más humo que una locomotora de los años 40.

En este caso, la cosa no pasó a mayores. No hubo heridos. No hubo llamas descontroladas ni techos calcinados. Solo humo. Pero humo del bueno, del que hace toser, llorar y correr. Humo con carácter. Humo que habla de lo que pudo pasar y no pasó gracias a la rapidez del SEIS y a que la suerte, por esta vez, estuvo de parte de todos.

Este blog de cocinas industriales ya lo había dicho

Desde este blog de cocinas industriales, llevamos tiempo advirtiendo sobre la necesidad de implementar extinción en campanas de cocina, tanto en locales de restauración como en viviendas. Porque el riesgo no entiende de menús del día ni de salones minimalistas. Está en todos lados. Donde hay fuego, hay posibilidad de desastre. Y donde hay una campana, hay que ponerle algo más que confianza.

Hay sistemas automáticos que, integrados en la estructura de la campana, liberan un agente extintor ante la mínima señal de peligro. No requieren intervención humana. No se equivocan. No tienen malos días. Funcionan, y punto. Y lo mejor: son silenciosos, invisibles… hasta que hacen lo suyo.

El coste del olvido

¿Y cuánto vale algo así? Menos de lo que cuesta movilizar a medio cuerpo de bomberos, seguro. Menos de lo que cuestan las cortinas quemadas, el techo ennegrecido, el olor a desastre incrustado en las paredes. Menos, incluso, que una noche de hotel para pasar el susto. Y desde luego, infinitamente menos que la vida de alguien que podría haberse quedado atrapado entre llamas.

La extinción campanas de cocina es ya un estándar en muchos países europeos. No porque se haya puesto de moda, sino porque la estadística manda: la cocina es el punto más caliente —literalmente— de cualquier vivienda. Allí nacen el 60% de los incendios domésticos. Y no siempre hay tiempo de reaccionar.

Lo que de verdad importa

Que no hubo tragedia, bien. Que no hubo heridos, mejor. Pero el susto está dado. El aviso, lanzado. La pregunta es: ¿vamos a esperar al siguiente? ¿Vamos a seguir confiando en que las llamas no nos toquen a nosotros? ¿O vamos a tomar la iniciativa, y equipar nuestras cocinas con lo que hace falta?

La seguridad no es un eslogan. No es una moda ni una app en el móvil. Es una decisión. Una inversión. Y una obligación, sobre todo cuando hay vidas en juego. Porque sí, las campanas también arden. También fallan. Y cuando lo hacen, lo mínimo que podemos tener es un sistema que esté ahí para apagar lo que nosotros no vimos venir.

Así que ya saben: vigilen las sartenes, controlen los fuegos y, sobre todo, inviertan en prevención. Que el humo no vuelva a ser protagonista. Que el próximo titular no lleve nuestra dirección. Y que la cocina vuelva a oler a café… y no a plástico quemado.

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